domingo, 21 de febrero de 2010

La luz sombría. Juanan Bilbao

La mañana había transcurrido de un modo trepidante. Mientras escuchaba una vieja canción de Judas Priest planeaba cómo llegar a aquel extraño lugar. A medida que mi mente maquinaba soluciones a las posibles dificultades, mi grado de excitación iba en aumento. Todo estaba dispuesto. Cogí mi mochila y salí de casa decidido a resolver las dudas. Cerré la puerta de golpe. Respiré profundamente. Serené mi pulso y me dirigí hacia mi objetivo.

Tras varias horas andando bajo un sol asfixiante divisé las primeras piedras del vetusto castillo. Ya estaba cerca. Podía sentir el aroma de su perfume viajando a través del aire. Recorrí los últimos metros hasta llegar frente al gran portón de madera que daba entrada al interior del castillo. Un escudo esculpido en la piedra adornaba uno de los pilares de la fachada. En el escudo se veía una serpiente enroscada en una manzana. Todo estaba igual. Todo parecía real. Como en mis sueños.

Después de vacilar unos instantes, avanzo hacia el portón. Toco con suavidad la roída y astillada madera de la puerta. La puerta comienza a abrirse. Una luz azulada ciega momentáneamente mis ojos. Me paraliza en el acto. Miro a través de mis dedos conteniendo el dolor que mis ojos irritados soportan. Doy tres pasos hacia delante y cruzo definitivamente la puerta. La luz desaparece súbitamente. El aire cambia de dirección. La brisa me empuja hacia un estanque situado en el centro de la estancia. No ofrezco resistencia, me dejo llevar. El viento me obliga a meterme dentro del estanque saturado de agua cristalina. Una vez dentro, el viento cesa. Todo vuelve a la calma. El agua está muy fría, comienzo a temblar. El agua se transforma en hielo. Los dedos de los pies se me hinchan, la piel me cambia de color. Amoratado y pálido la respiración se me hace cada vez más difícil. El vaho que sale de mi boca se hace denso formando una ancha capa de niebla que cubre todo el patio. Sin embargo, no me muevo, no hago nada. Dejo que el claqueteo de mis dientes rompa el silencio reinante. Espero expectante pensando si todo volverá a ocurrir. Como en mis sueños.

De repente el hielo se resquebraja. Un sonido atronador martillea mis oídos. El hielo se deshace, el agua desaparece. De la última gota de agua que se filtra por una de las grietas del estanque brota una flor.

Ahora debería ocurrir. Este es el momento. Mi pulso se acelera nuevamente. Mi corazón está a punto de estallar. Estoy al borde del infarto. Sé lo que va a pasar. La flor crecerá y crecerá hasta convertirse en una bella mujer. Como en mis sueños. Pero esta vez no es un sueño. Esta vez la atraparé. La cogeré y me la llevaré conmigo. Será mía para siempre.



Ya falta poco. Todo el dolor en mis ojos y en mi cuerpo no habrá sido en balde. Habrá merecido la pena.

La flor ya tiene mi altura. Un resplandor difuso sale de sus pétalos. El tallo se abre, y del interior del mismo se vislumbra la silueta de una mujer. El dolor de mis ojos va menguando. La imagen se va haciendo nítida. La bruma se disipa completamente.

Por fin puedo verla enteramente. Es hermosa. Qué digo hermosa, es la mujer más bella que Dios creó jamás. Quiero tocarla. Quiero besarla. Me abalanzo nervioso hacia ella. Tropiezo y caigo a sus pies. Levanto la cabeza instintivamente y la veo sonreír. Acaricio sus pies mientras los beso. Su piel es suave y sedosa.

Me incorporo levemente, me arrodillo ante ella. Acerco mi mochila, la abro y del interior saco una manzana. Postrado ante semejante hermosura le ofrezco la fruta en mis manos. La bella vuelve a sonreír y acepta la manzana como ofrenda. Después coge la fruta con dulzura, la aproxima a su sensual boca y le asesta un cálido mordisco. La manzana cruje. La mandíbula de la bella se desencaja. Vuelvo a abrir la mochila y saco una vieja manta. La bella grita agónicamente. La cubro con la manta. Los gritos se apagan. El cielo se cubre. La mujer se desintegra bajo la manta.
Recojo sus restos esparcidos por el suelo. Los envuelvo en la manta, me los cargo al hombro. Salgo del estanque cuidadosamente. Una “alfombra” de serpientes me reciben. Avanzo entre ellas sin miedo alguno. Subo por unas escalinatas de piedra hacia la parte más alta del castillo. Las escaleras son interminables, mis piernas flaquean. Las serpientes me escoltan a distancia. Al rato llegó a lo más alto. Desde aquí puedo verlo todo. Estoy en la cima del mundo. Agarro la manta enérgicamente y la sacudo contra el viento. Los restos de la bella forman un tornado incrustándose violentamente en la tierra. El poso ha sido sembrado. La esperanza sepultada. El hombre volverá a pecar.

Mi misión ha sido un éxito, sin embargo me siento tan mal. No entiendo por qué no hay flores en mi negro corazón. Por qué fui privado de amar sin condición. Regreso a casa pensando si volveré a soñar con ella, aunque sólo sea para volverla a perder.

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