domingo, 30 de enero de 2011

La niña rara y las flores amarillas. Paola Esteban

Una niña con los brazos abiertos y la cara levantada a una lluvia de
flores amarillas.


Un grupo de niñas con uniformes escolares. Un salón de música
vacío. Siete de la noche. Lápices y licor. Un bolsillo que guarda
las llaves de la cerradura de la Rotonda. Alcohol de 14 grados que
circula por las venas de cada una de las integrantes de ese grupo.
Un par de gafas que miran con asombro el movimiento de las pinzas,
faldas que luchan por entrar en el recinto. Un asentimiento. El
resultado: una niña con la nariz y los oídos que expulsan su sangre
con olor a vino.


Una niña entra a un salón de clases. Niñas y más niñas la miran a
través de sus lentes de 4.0 en el ojo izquierdo y 4.5 en el ojo derecho.
Calor intenso, sudor, final de la clase.
-Se nota que usted sabe bastante.
-Más o menos.
-¿Por qué no sale con nosotras a descanso?
-Claro -los ojos del pequeño murciélago humano se iluminan.


Ocho de la noche. Una bola de heno corre por la imaginación de la
niña. Mira la calle sola frente a su casa, mira la verja sin el carro de
sus padres. No ha comido más que una sopa con sabor a agua y
un pan de doscientos pesos. Años noventa, jeans rotos, la música
agónica de Nirvana, las letras compungidas de Aterciopelados. La
misma niña con una escuadra de modistería canta con los pulmones
en la boca las viejas letras del rock en español de Soda Stereo.


A través de sus ojos los muebles giran, salta la mesa que sostiene
el televisor. Las luces apagadas permiten el destello de los ojos del
gato. Un trastorno. Nauseas, cae en uno de los sofás de la casa. Las


manos pierden sensibilidad, unas ligeras cosquillas las recorren y el
cuerpo se niega a levantarse de nuevo. Aún conserva la camisa del
uniforme. Una pantaloneta a cuadros rojos le hace juego. Las piernas
morenas, los brazos de color aún más oscuro. Los vecinos ven la
telenovela de las ocho. Las ocho. Los viejos a punto de aparecerse
por la puerta. Mimos, preguntas extraídas del recetario Cómo educar
a un hijo, trasmitido de generación en generación. Con las mismas
costumbres inútiles. Contesta. Suenan campanitas cerca de sus
oídos. Gira la cabeza, da la vuelta, los padres la miran. La niña está
de manicomio.


Seis de la mañana del día siguiente. Agua fría le golpea las gafas.
-Ya va tarde, levántese.


Unos lentes miran a través del vidrio de la puerta derecha del carro.
Árboles frondosos, jardines, flores, una construcción monacal. Unos
fantasmas que la resguardan, unas niñas que propagan la peste de
la adolescencia. El carro se detiene y la niña baja. Ningún pequeño
engendro la saluda antes de cruzar el umbral de la puerta.
-¿Trajo la tarea?


Diez de la mañana. Terminó la hora de descanso. Ha recorrido los
pasillos de un lado para el otro sin encontrar una palabra acertada
que le permita quedarse más de diez minutos en la conversación de
alguna rosca. No ha llevado la tarea y justo la pidieron. Un pequeño
regaño. Otro pequeño regaño. Una pequeña broma. Otra pequeña
broma. La profesora. Los padres. Las compañeras. Los nonos. El
sonrojo permanente y la costilla rota.


Otra vez la noche. Impávida con los lentes clavados en la luna. Junto
con ella el gato. Se entrecruza por sus piernas, pero no maúlla,
no emite gemidos. Con los de sus padres en el cuarto del lado, de
seguro, es suficiente. El calor del día se prolonga hasta la noche. Ella
aún está vestida con el uniforme.


-Vaya cámbiese, o es que le gusta mucho estudiar. Si así fuera con
las tareas como sería.
Una gota de sudor cae desde la frente de la mujer hasta su mano.
Corre al baño.


Pánico. Justo ahora el hombre grita a la mujer que la casa, el carro,
la beca y todo lo demás le pertenecen. No al desayuno. Bajo la mesa
se extiende el eco que el sonido del zapato emitió al chocar contra la
puerta del cuarto. Sus labios se cruzan hacia un lado. Ya presenció
esto antes. Un nuevo grito. El padre sale de la casa con el bolso de
viaje.


Otro día. El día D. El día en que la vida se vuelve una mierda. Las
llaves de la Rotonda. Sólo ella podría llevarlas. Sólo ella habría de
llevarlas para promover el desastre. Ella y su timidez: incapaz de
decir que no. Incapaz de percibir que el grupo de púberes infames
que antes ha salido con ella a descanso se embriagarán en la noche,
durante el concurso de canto. El concurso de canto. Las llaves. La
rotonda, el piano. Zapatos berlón que corren por el pasillo. Olor a
licor, sudor, niñas. La punzada en el estómago que indica la falta
de alimentos, el olor a estudiante adolescente que ha pasado el día
con el uniforme. La ropa blanca sucia. Las gafas empañadas, las
manos que sudan cuando se ve acorralada en la puerta, cuando
aquellas criaturas cerúleas con aliento a alcohol la presionan para
que entregue las llaves, para que entre con ellas al salón del piano,
para que no chiste ni emita sonidos.


Manos, muchas manos con las uñas largas, con los vellos impares.
Recorren la camisa que en par patadas está desabotonada, lápices
mojados en vino y aguardiente. Latigazos en las piernas. Otro golpe
en la costilla. Vida infantil y muerte adolescente. Un borrador que se
introduce en la oreja que emite dolores de auxilio. Una fosa nasal
que ya no huele. Unos dedos largos que acarician los recién nacidos
senos y otros más pequeños que se introducen bajo la falda. Unos


ojos grandes que examinan la boca. Unas piernas que aprietan la
cadera. Risas y gemidos. Gemidos temibles, risas macabras. Un
impacto en el suelo: las llaves.
-Ahora sí, cierre.


Llanto. En la portería en número telefónico para llamar a mamá. Unas
cuencas que examinan a la niña con la falda ensangrentada, con la
camisa rota, con las medias manchadas de rojo. Con unas manos
que tiemblan. Un automóvil. Un rostro moreno, de una tez más
intensa que la suya.
-Y ahora, ¿qué le vamos a decir a su papá?


Un odio que durará toda la vida. Una costilla que dolerá hasta que
encuentre agallas para cortarse las venas, una, otra y otra vez. Hasta
que no calcule mal el tiempo, hasta que no falle.


Una mujer con la mirada perdida, con una hoja en la mano, mientras
ve arder el fuego de los árboles cercanos.









Reseña biográfica:

Comencé a escribir por una necesidad específica e imperiosa: necesitaba terminar mi último
grado de la secundaria y no lo haría a menos que participara en un concurso de cuento. Estudié
periodismo y he trabajado buscando crónicas de vida en la ciudad donde vivo, en Colombia, que es
pequeña y cuyos personajes parecen estar contados. Así que entre buscar y buscar me encontré
con la historia de una chica bulímica, cuyo diario escribí en el periódico para el que trabajo y
que significó un premio de periodismo: Premio CPB (Círculo de periodistas de Bogotá, 2008).
La literatura estuvo presente y antes, con un cuento de este mismo tema “La delgadez perfecta
(2006)”, fue partícipe de la Antología de la novísima narrativa hispanoamericana. Y aquí voy.
Escribo a intervalos por mi trabajo, pero es más fuerte que yo lo que tengo que decir.

No hay comentarios:

LinkWithin

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...
Las opiniones y los comentarios emitidos en este blog por las personas que en el mismo colaboran, son emitidos, todos ellos y en cualquier formato, a título personal por los diferentes autores. Este blog no suscribe ni secunda necesariamente cuanto en él se exprese.



La Fanzine en Facebook